El proyecto de Ley de Transparencia española es turbio antirreflectante
Los diputados que no tienen coche oficial disponen, anualmente, de una tarjeta con la que pueden abonar hasta 3.000 euros en taxis. Los parlamentarios no han de rendir cuentas de esos traslados y tampoco se sabe si alguno devuelve parte del dinero. Aunque no se conoce la cantidad exacta destinada a este fin, se sabe de la existencia de una partida para ello porque así figura en el reglamento de los diputados. La Mesa del Congreso se niega a revelar la relación y el coste de los viajes oficiales de los parlamentarios que paga la Cámara y que corre a cuenta del dinero público, de los impuestos, de los ciudadanos.
La Constitución marca el derecho de los españoles a la información, pero las Administraciones son, en demasiados casos, muy reacias a facilitarla. Acogiéndose a otras leyes o a simples “ese dato no lo tengo”, resulta muy complicado, a veces imposible, conocer cómo se gasta el dinero de los contribuyentes. El Gobierno ha presentado un proyecto de Ley de Transparencia que obliga a las instituciones a publicar contratos, subvenciones, ayudas, programas anuales y organigramas, entre otras cosas. Pero la inclusión del silencio negativo como fórmula de respuesta a cualquier solicitud de información sin, además, precisar su motivación, deja en manos de la voluntad de las Administraciones y los gobernantes que muchos secretos dejen de serlo. Estos son algunos ejemplos.
La web tuderechoasaber, que recoge solicitudes de información de ciudadanos, cuelga sin respuesta cuánto costó el viaje de Mariano Rajoy a la Eurocopa en Polonia el día siguiente de anunciarse el rescate financiero.
Tampoco se sabe cuánto costó la auditoría que encargó la Xunta de Galicia para avalar la fusión de las cajas gallegas: un informe que auguraba beneficios a la caja fusionada desde el primer año, pese a que el banco resultante ha recibido 6.000 millones de dinero público y su futuro está en el aire.
En Valencia, la Mesa de las Cortes ha vetado una pregunta sobre los contratos públicos con una empresa que, según Esquerra Unida, gestiona el “amigo íntimo, que incluso compartía intereses familiares”, de un consejero.
En Nueva York es posible conocer las estadísticas de cada cirujano. Aquí es impensable acceder a los porcentajes de éxito de los médicos que operan en la sanidad pública. En Cataluña, por ejemplo, solo ocho de los casi 80 hospitales públicos están directamente gestionados por el departamento de salud de la Generalitat. El resto lo hacen fundaciones, entes o empresas públicas que no ofrecen datos de las remuneraciones de sus directivos, los contratos de consultoría o proveedores.
La Administración esconde, además, datos que, por ser documentos administrativos, deberían ser públicos, según la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas, que indica que “todos los ciudadanos” tienen derecho a acceder a los registros y a los documentos que obren en los archivos administrativos”. Aún así no se conoce la deuda con Hacienda de los clubes de fútbol, de la que solo se ha aportado la cifra global, o qué comunidades y Ayuntamientos se han acogido a determinados créditos, por ejemplo, del Instituto de Crédito Oficial. En España no se puede saber quiénes son los mayores deudores con la Seguridad Social, ni se facilitan datos actualizados de cuánto se ha ingresado desde que se puso en marcha la última amnistía fiscal, que sí se recoge en los informes de recaudación de la Agencia Tributaria. Ni pensar en desvelar quiénes y por qué cantidades han presentado esas “declaraciones especiales”.
Los coches oficiales de cada ministerio, los sueldos de los tertulianos o la remuneración de presentadores estrella de la televisión pública también parecen ser alto secreto. El numeroso patrimonio inmueble de las entidades públicas no está ni inventariado.
Desde el blindaje de todos los documentos de Asuntos Exteriores, no se pueden conocer por ejemplo, las relaciones de España con China, Japón y Filipinas entre 1975 y 1982, ni las gestiones en apoyo de empresas españolas para la construcción del AVE a La Meca, o su coste.
Un dislate destacable se vivió en Galicia. Un informe jurídico avaló un plan de legalización de 4.200 viviendas, la mayoría ilegalizadas por los juzgados. Cuando se le preguntó al presidente Alberto Núñez Feijóo (PP), por ese informe, respondió anunciando la solicitud de otro informe para saber si podía mostrar el primero. El resultado, nunca se supo. De momento, sigue siendo “secreto”. En Andalucía, gobernada por PSOE e IU, resulta imposible saber el índice de absentismo laboral de los trabajadores públicos.
En el País Vasco, de conocer los contratos, presupuestos e informes técnicos quizá se hubiera evitado la mala gestión de los recursos públicos invertidos en el Museo Balenciaga, que pasó de estar presupuestado en menos de cinco millones a costar cerca de 20. En Castilla-La Mancha, un contratista ha desvelado que el acuerdo de rescisión del contrato del hospital de Toledo, cuyas obras se han paralizado, tiene cláusulas de confidencialidad.
“¿El ciudadano normal y corriente no puede tener acceso a cómo se gasta y de qué forma el dinero público?”, preguntó hace unas semanas el juez del caso Urdangarin a una alta funcionaria de la Generalitat Valenciana. “No”, le respondió, porque, además, algunos contratos que la Administración firma con entidades o empresas (Fórmula 1 de Valencia, 20 millones de euros, por ejemplo) contienen cláusulas de confidencialidad. Con la Ley de Transparencia en marcha se podría haber evitado, o al menos destapado antes, la múltiple contratación de la Administración valenciana con la trama Gürtel.
El descrédito de la clase política es algo que ocupa a los ciudadanos y preocupa a los políticos. La transparencia debería aumentar la confianza en su gestión.